La habitación ya esta en penumbras. Es mejor que esté así, para no ver el desorden de cosas que se acumulaban aquí y allá; ropa que no terminaba de ser clasificada en limpia o sucia, cartas sin leer, revistas y periódicos que compro y nuca leo, y que, si tienen suerte, les derramaré café frío de las tazas que cada día son más y que se acumulan junto al ordenador. Sería distinto, o menos miserable, contigo aquí, en mi cama, conmigo, como los días y noches de antaño en que no me cansaba de que me contaras de todos los lugares y personas que has conocido, de todos los paisajes que veo a través de tus palabras… pero no estas. Y aquí hace un calor del demonio que no se aplaca ni porque llueve afuera y el agua de lluvia se filtra por las tres goteras que hay en mi cuarto, ¡plac, plat, plas! Y ahí está el gato de nuevo, miau, quiere cenar, deja bolas de pelo por los rincones, rasga los sillones, otra vez...
“De otro(s)…” he sido de otros. Me he sumergido en ellos con el ansia de apagar la sed que me causa tu recuerdo, pero, ¡ay! No son como tú. No huelen a ti. No hablan como tú. Y es que no son tú…
Te busqué. En los lugares que frecuentas, en las calles, para toparme contigo como por casualidad y, una tarde, presa ya de no sé qué nostalgia, fui al lugar donde te vi por primera vez. ¡Ay, luz de mi vida! Soñé que el mundo se acababa y no volvía a verte más, ¡perecías! Tu frágil cuerpo no pudo resistir. No más páginas, no más portaba. Qué decir del lomo, que ya no podría acariciar para que te estremecieras de cosquillas, ¡no más!
Con sobresalto abro los ojos en medio de la obscuridad. Ahora recuerdo que esta tarde he ido a por ti, con febril ansiedad te saqué de aquel estante. Pip, la credencial, pip, el libro.
–Para el primero de noviembre.
–Gracias…
¡Hágase la luz! Sal de la mochila, ven a la cama, y háblame hasta que el sueño nos lleve a los paisajes que describes.
domingo, 19 de diciembre de 2010
lunes, 25 de enero de 2010
Twilight Mirror
—Mire usted esas nubes del ocaso: cómo van y vienen. Hace horas que es el ocaso, ¿no es cierto? Siempre me ha gustado el ocaso, ¿sabe? Suelo tomar siestas por la tarde, pero siempre despierto a tiempo para ver el ocaso. Pareciera que en ése momento la noche y el día estuvieran en perfecta comunión, ¡pero duran tan poco!
Silencio.
—Hace poco que desperté de una siesta de las mejores que he tenido... disculpe que me atreva a contarle, no pretendo aburrirle, pero es que fue tan reparadora… empezó un poco mal, si: después de un día ajetreado me recosté pesadamente sobre mi lecho con el fin de dormitar o con un poco de suerte dormir profundamente, pero no había pasado ni un minuto cuando reparé en un objeto que se clavaba en mi costado y que me impedía conciliar el sueño. Así que tuve que levantarme, muy a mi pesar, con el fin de retirar aquello, fuera lo que fuera, a fin de dormir plácidamente; pero para mi sorpresa nada había ahí, excepto mi cama, lisa y suave.
Silencio.
—Sin embargo seguía ahí, el “malestar” quiero decir, en mi costado, clavado entre mis costillas y ni al cambiar de posición cesaba, antes lo sentía pesado, aplastante, y aunque tratase de ignorarlo no lo conseguía, pues hacia ruido, un constante y monótono ruido, como el de un molesto mosquito en una noche de verano.
Silencio.
—Tuve que actuar. Me levanté nuevamente, y, sentado en mi cama, con una certeza bárbara de lo que me molestaba, introduje mi mano en mi pecho a fin de sacar, sanguinolento y groseramente palpitante, un corazón tibio. Lo puse en mi mesa de noche procurando no manchar los libros que ahí había, y me dispuse a dormir. Ya recostado comprobé con placer que había acertado en el estorbo de mi buen dormir. Y ahora heme aquí, en éste ocaso perpetuo.
Sonrisa.
Silencio.
—Hace poco que desperté de una siesta de las mejores que he tenido... disculpe que me atreva a contarle, no pretendo aburrirle, pero es que fue tan reparadora… empezó un poco mal, si: después de un día ajetreado me recosté pesadamente sobre mi lecho con el fin de dormitar o con un poco de suerte dormir profundamente, pero no había pasado ni un minuto cuando reparé en un objeto que se clavaba en mi costado y que me impedía conciliar el sueño. Así que tuve que levantarme, muy a mi pesar, con el fin de retirar aquello, fuera lo que fuera, a fin de dormir plácidamente; pero para mi sorpresa nada había ahí, excepto mi cama, lisa y suave.
Silencio.
—Sin embargo seguía ahí, el “malestar” quiero decir, en mi costado, clavado entre mis costillas y ni al cambiar de posición cesaba, antes lo sentía pesado, aplastante, y aunque tratase de ignorarlo no lo conseguía, pues hacia ruido, un constante y monótono ruido, como el de un molesto mosquito en una noche de verano.
Silencio.
—Tuve que actuar. Me levanté nuevamente, y, sentado en mi cama, con una certeza bárbara de lo que me molestaba, introduje mi mano en mi pecho a fin de sacar, sanguinolento y groseramente palpitante, un corazón tibio. Lo puse en mi mesa de noche procurando no manchar los libros que ahí había, y me dispuse a dormir. Ya recostado comprobé con placer que había acertado en el estorbo de mi buen dormir. Y ahora heme aquí, en éste ocaso perpetuo.
Sonrisa.
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