domingo, 24 de mayo de 2009

El bibliotecario

Después de acomodar algunos libros más en sus respectivos estantes, sería libre de salir al cobijo de la noche para entregarse al delicioso menester de inhalar y exhalar el humo de un cigarrillo. Tales asuntos ocupaban la mente del bibliotecario y no se percató de que había entrado una persona a la biblioteca.

–Disculpe, señor, pero La Biblioteca ya ha cerrado. – le dijo cortésmente al ver al recién llegado envuelto en la penumbra del edificio.
– ¡Oh! Lo siento mucho, Gerardo. Se que estas por salir pero de verdad necesito hablar contigo, ¿tendrás un momento?
–Claro, Roberto, te escucho. – dijo en tono familiar, sin dejar de hacer su trabajo.
–Verás. Supe, de muy buena fuente, que La Biblioteca adquirió recientemente cierta documentación que, por derecho, pertenece a la familia Moreno, y he venido a recogerla. – Dijo Roberto clara y severamente.
– ¿Cómo dices? – dijo Gerardo perplejo.
– Vamos, Gerardo, somos adultos, apuesto a que podemos hablar claro entre nosotros. ¿Dónde está? ¿Dónde la tienes? – preguntó mirando de un lado para otro, y sin esperar respuesta prosiguió a caminar hacia una habitación al fondo de la biblioteca en cuya puerta se podía leer “Dirección”
– No puedes ir hacia allá, Roberto, ¡alto! – Dijo Gerardo dejando de lado los libros que tenía en la mano y se apresuró a seguir a Roberto sin poder impedir que accediera a la oficina.
– ¡Te lo advierto, Roberto! Esos documentos no te pertenecen, ¡son propiedad de la Biblioteca! – dijo tratando de quitarle los documentos a Roberto.
– ¿Por qué te resistes, Gerardo? Serás recompensado, lo prometo, sólo permite que me los lleve, ¡dedo destruirlos! – decía mientras forcejeaba con el bibliotecario, que era más alto que él y de gran fuerza, por lo que sintió necesidad de echar mano de “¡algo pesado!” pensó mirando de un lado a otro, reparando en un objeto de cristal que posaba sobre el escritorio de la oficina, lo tomó sin mayor trabajo, pues la fuerza de Gerardo lo empujaba hacia atrás, y lo fue a estampar en la cien de Gerardo, quien cayó de inmediato al suelo, Roberto notó que también un ojo le sangraba además de la cien que mostraba una gran mancha negra. Se asustó pensando en la idea de que estaba muerto, pero no se atrevió a comprobarlo, mil asuntos le pasaban por la mente, “Cárcel, familia, amigos, vergüenza…” miró alrededor de la oficina: un cuarto abarrotado de libros y archivos, con apenas un espacio para el escritorio, en el que estaban muchos papeles viejos, un lámpara y “¿un encendedor?” una idea siniestra le pasó como rayo por la mente: tomó el encendedor y comenzó a quemar los documentos que tanto había querido encontrar y notó que le temblaba la mano, una página envuelta en llamas cayó sobre el escritorio, y los papeles raídos sobre él no tardaron en arder también, y Roberto de pronto se asustó, “¡provocaré un incendio!... Un incendio, ¡eso es!” echó una mirada rápida a los libros que llenaban la habitación y les compartió algo de fuego también, y haría otro tanto con los estantes de fuera, pero antes de salir de la habitación le dedicó una última mirada a Gerardo
–Lo lamento, Gerardo… lo lamento – y se volvió yendo a los estantes de la Biblioteca, dejando un tanto de fuego en la hemeroteca, la fonoteca, y todo lo que a su paso encontró, para luego salir corriendo del lugar.

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